Cuando seamos mayores no importará quienes hayamos sido. Para la sociedad, seremos solo eso: mayores. Ya no importará si fuiste un santurrón o la más salida de tus amigas. No importará si triunfaste en los negocios o si viviste con lo justo para llegar a fin de mes. Resultará del todo indiferente que tengas ocho carreras o que no hayas acabado primaria.

Cuando seamos mayores no tendrán ni la más mínima relevancia nuestros miedos e inseguridades por no haber sido los más populares del instituto, los más listos de la facultad. Importará una M mayúscula que hayamos tenido complejos, enfermedades mentales, que hayamos cometido errores, que hayamos hecho daño a otros. No importará ni un carajo ser los mejores en el trabajo y, realmente, tampoco ser millonarios o tener una tele grande que te cagas. Tampoco haber sido los más rectos, los que siempre cumplían, quienes se sacrificaban por los demás a costa de perderse a sí mismos.

Cuando seamos mayores no importará que nunca hayamos conseguido ser los padres perfectos, los hijos idóneos, los mejores de todos, los que nunca fallan, los «sin debilidades», esos que no existen por mucho que nos hayamos engañado en creer que sí. Tampoco que hayamos decidido tener niños o no tenerlos. No importarán la menopausia ni la andropausia. Los problemas con los amigos, con la familia, contigo misma.

Cuando seamos mayores no existirán todos los «yo» que hemos sido, las experiencias vividas que nos enorgullecían a los veinte, la diferenciación individualista de la adolescencia o la necesidad de ser mejores que nuestros vecinos.

Y es que cuando seamos mayores, solo tendremos una prerrogativa, una prioridad, un todo. La única necesidad, la necesidad suprema. No posponer más cada uno de nuestros tiempos perdidos. Cuando seamos mayores entenderemos que todo lo que teníamos que hacer era VIVIR.